Senin, 08 Agustus 2011

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La ni�a alemana (The German Girl Spanish edition): Novela (Atria Espanol), by Armando Lucas Correa

Una novela inolvidable ambientada en el Berlín de la primavera de 1939, la Cuba pre- y postrevolucionaria y el Nueva York después del 11 de septiembre.

Antes de que todo se desmoronara, Hannah Rosenthal y sus padres tenían una vida encantadora. Su familia, una de las más distinguidas en los altos círculos sociales berlineses, era admirada por amigos y vecinos. Ahora en 1939, Berlín se ha teñido de los colores blanco, rojo y negro de una bandera que no reconocen como suya. Hannah se refugia con su mejor amigo, Leo Martin, en los callejones y parques de una ciudad que ya no los quiere. Los dos niños hacen un pacto: pase lo que pase, se prometen un futuro juntos.

Un rayo de esperanza les llega a los Rosenthal y los Martin: el Saint Louis, un enorme y lujoso trasatlántico partirá de Hamburgo a Cuba con más de novecientos refugiados judíos. En la medida que todos los pasajeros se van llenando de ilusión por el brillante futuro que les espera, el amor de Hannah y Leo florece entre juegos, bailes de disfraces y cenas exquisitas. Hasta que empiezan a llegar noticias funestas desde La Habana cuyo gobierno prohíbe al barco atracar en el puerto. El majestuoso navío, que parecía la única salvación para ellos, podría terminar convirtiéndose en su pena de muerte.

Siete décadas más tarde, en Nueva York, a punto de cumplir sus doce años, Anna Rosen recibe, procedente de Cuba, un misterioso sobre de Hannah, su tía abuela, a quien nunca conoció. En un intento por armar el rompecabezas del pasado de su familia, Anna y su madre deciden viajar a encontrarse con Hannah. Al entrelazar el dolor del pasado con los misterios del presente, revive la memoria de un apellido olvidado y, a su vez, les rinde honor a aquellos que amó y que trágicamente perdió.

  • Sales Rank: #39824 in Books
  • Published on: 2016-10-18
  • Released on: 2016-10-18
  • Original language: Spanish
  • Number of items: 1
  • Dimensions: 8.25" h x .90" w x 5.31" l, .0 pounds
  • Binding: Paperback
  • 368 pages

Review
"Con pudor y valentía Armando Lucas Correa ha entretejido la historia de varias vidas sumidas en el dolor y la fatalidad de los totalitarismos. Entre la Alemania de 1939, el Nueva York y la Cuba actuales, La niña alemana es un canto vital a la libertad, al amor y a la justicia. La infancia sometida al terror, el inevitable exilio, la búsqueda de la identidad, descritos a través de las miradas de dos mujeres que viven constantemente en la urgencia de la salvación, con un lenguaje preciso y respetuoso de las distintas épocas por las que se deslizan sus episodios. Historia y emoción se unen para vencer al olvido en uno de los más fascinantes y extraordinarios acontecimientos literarios de los últimos tiempos."  (Zoé Valdés autora de La mujer que llora)

About the Author
Armando Lucas Correa es un galardonado periodista, autor y el editor de People en Español. Ha ganado varios premios de la Asociación Nacional de Publicaciones Hispanas (NAHP) y la Sociedad de Periodistas Profesionales (SPJ). La niña alemana es su primera novela. Actualmente vive en Manhattan, Nueva York, con sus tres hijos.

Excerpt. © Reprinted by permission. All rights reserved.
La niña alemana (The German Girl Spanish edition) Hannah Berlín, 1939
Voy a cumplir doce años y ya lo he decidido: mataré a mis padres.

Me acuesto y espero que se duerman. Papá cerrará con llave todas las ventanas dobles, correrá las cortinas de terciopelo verde bronce y repetirá las mismas frases de cada noche después de la cena, que en los últimos días se ha convertido en un plato humeante de sopa desabrida.

—No hay nada más que hacer. Ya no podemos seguir aquí; tenemos que irnos.

Mamá comienza a gritarle. La voz se le quebranta mientras lo culpa y camina desesperada por toda la casa —el único espacio que conoce desde hace más de cuatro meses—, hasta que su cuerpo se agota, abraza a papá y deja de gemir.

Esperaré un par de horas. No puede haber resistencia. Papá está resignado, lo sé. Se dejará ir. Será más difícil con mamá, pero con los somníferos que toma, caerá en un sueño profundo, bañada en su esencia de jazmines y geranios. Cada día aumenta la dosis. Las últimas noches sus propios gritos la han despertado. Cuando corro a ver qué pasa, por la puerta entreabierta solo distingo a mamá desconsolada en los brazos de papá, como una niña que se recupera de una terrible pesadilla. Su peor pesadilla es estar despierta.

Mi llanto ya nadie lo escucha. Soy fuerte, dice papá. Puedo sobrevivir lo que me venga. Mamá, no: se está consumiendo de dolor.

Ella es ahora la bebé de una casa donde ya no entra la luz del día. Hace cuatro meses que llora todas las noches, desde que la ciudad se cubrió de cristales rotos y se impregnó de un olor a polvo, metal y humo que se ha hecho perenne.

Entonces comenzaron a planificar nuestra huida. Decidieron que abandonaríamos la casa donde nací, me sacaron de una escuela donde ya no me quieren y papá me regaló mi segunda cámara fotográfica.

—Para que dejes huellas, como el hilo de Ariadna para salir del laberinto —susurró.

Me atreví a pensar que lo mejor sería deshacerme de ellos.

Una posibilidad era diluirle aspirinas en la comida a papá, desaparecerle las pastillas de dormir a mamá. Ella no hubiera sobrevivido una semana.

El problema era la incertidumbre. No sabía qué cantidad de aspirinas debía consumir papá para sufrir una úlcera mortal, una hemorragia interna. O cuánto tiempo podría ella realmente estar sin dormir. Una variante sangrienta sería imposible: no puedo ver sangre; comienzo a sudar frío y me desmayo. Así que lo mejor será que terminen sus días por asfixia. Ahogarlos con una enorme almohada de plumas. Mamá ha dejado bien claro que su sueño siempre ha sido que la muerte la sorprenda mientras duerme. No me gustan las despedidas, me aclara mirándome a los ojos, y si no la atiendo me toma por el brazo y me sacude con las escasas fuerzas que le quedan.

Una noche me desperté sobresaltada, pensando que mi crimen se había consumado. Vi los cuerpos inertes de mis padres y no pude derramar una sola lágrima. Me sentí libre. Ya nadie podría obligarme a mudarme a un barrio sucio, a dejar mis libros, mis fotografías, a vivir con la zozobra de poder ser envenenada por mis propios padres.

Comencé a temblar. Grité “¡Papá!”, pero nadie vino a rescatarme. ¡Mamá! No había vuelta a atrás. En qué me había convertido. No sabía cómo deshacerme de sus cuerpos. ¿Cuánto tiempo durarían sin descomponerse?

Pensarán que fue un suicidio. Nadie lo dudaría: desde hace cuatro meses que no dejan de sufrir. Para los demás yo sería una huérfana; para mí, una asesina.

Mi crimen estaba registrado en el diccionario. Lo encontré. Qué palabra tan horrenda. Solo de pronunciarla me provocaba escalofríos: parricida. Traté de repetirla y no pude. Era una asesina.

Qué fácil es identificar mi delito, mi culpa, mi agonía. ¿Cómo llamar al que mata a sus hijos? Es un crimen tan atroz que no hay término para identificarlo en el diccionario: podrán salirse con la suya, y yo tendré que llevar el peso de la muerte y una palabra nauseabunda sobre mis espaldas. Uno puede matar a sus padres, a sus hermanos, pero no a sus hijos.

Doy vueltas por las habitaciones, que cada vez veo más pequeñas y oscuras, de una casa que pronto no será nuestra. Miro hacia el techo inalcanzable, atravieso los pasillos donde descansan las imágenes de una familia que ha ido desapareciendo. La luz de la lámpara de la biblioteca de papá, con su pantalla de cristal nevado, llega al pasillo donde me mantengo inmóvil, desorientada, y veo mis manos teñirse de dorado.

Abro los ojos, y sigo en la misma habitación, rodeada de libros gastados y muñecas con las que nunca jugaré. Cierro los ojos y presiento que falta poco para nuestra huida a bordo de un enorme trasatlántico, desde un puerto de este país al que nunca pertenecimos.

Al final, no los maté. No fue necesario. Mis padres cargaron con la culpa: me obligaron a lanzarme con ellos al abismo.



El olor de la casa se ha vuelto intolerable. No entiendo cómo mamá puede vivir entre estas paredes tapizadas de una seda verde musgo que traga la poca luz durante esta época del año. Es el olor del encierro.

Nos queda menos tiempo de vida. Lo sé, lo intuyo. Ya no pasaremos el verano en Berlín.

Mamá tiene los escaparates llenos de naftalina para preservar su presente, y ese olor punzante ha impregnado la casa. No sé qué quiere conservar, si todo lo vamos a perder.

—Hueles como las viejas de la Grosse Hamburger Strasse —me echa en cara Leo, mi único amigo. Solo él se atreve a mirarme de frente sin deseos de escupirme.

Desde que vino a casa con su padre, Herr Martin, Leo y yo nos hemos vuelto inseparables. Papá los invitó a cenar con nosotros a su regreso de un mes de reclusión, el día que se lo llevaron de la Universidad aquella noche terrible de noviembre y no supimos más de él hasta que lo liberaron.

Las primaveras en Berlín son frías y lluviosas. Hoy papá se fue temprano y no se llevó su abrigo. Las últimas veces que ha salido, no espera por el elevador y baja por la escalera que cruje a su paso, algo que a mí no me permiten hacer. No lo hace porque esté apurado: es que no quiere toparse con nadie del edificio. Las cinco familias que ocupan cada uno de los pisos bajo el nuestro, esperan nuestra partida. Los que eran amigos han dejado de serlo. Los que antes agradecían a papá o trataban de codearse con mamá y sus amigas, celebraban su buen gusto al vestir o pedían consejos de cómo combinar una cartera de color atrevido con unos zapatos a la moda, ahora nos desprecian y están a punto de denunciarnos.

En cuanto a mamá, pasa un día más sin salir. Todas las mañanas, al levantarse, se recoge la hermosa cabellera que sus amigas envidiaban cuando aparecía en el salón de té del Hotel Adlon, y se pone sus pendientes de rubíes. Papá la llama la Divina por la manera en que le fascina el cine, su único contacto con lo mundano. Nunca perdía un estreno de la verdadera Divina en el Palast.

—Ella es más alemana que nadie —insistía al hablar de la Divina, que en realidad era sueca. Pero en aquellos años el cine era mudo: a quién le importaba dónde había nacido la estrella.

—Nosotros la descubrimos. Siempre supimos que sería adorada. La celebramos antes que nadie, por eso fue que Hollywood se fijó en ella. Y en su primera película sonora habló en perfecto alemán: “Whisky — aber nicht zu knapp! ”.

A veces volvían del cine y mamá aún lloraba:

—Me encantan los finales tristes… en el cine —dejaba bien claro—. La comedia no se hizo para mí.

Se desvanecía en los brazos de papá, se llevaba una mano a la frente, con la otra sostenía la cola de seda de un vestido que caía en cascada, inclinaba la cabeza hacia atrás y comenzaba a hablar en francés.

—Armand, Armand… —repetía, lánguida y con un fuerte acento, como el de la Divina.

Y papá la llamaba “mi Camille”.

—Espère, mon ami, et sois bien certain d’une chose, c’est que, quoi qu’il arrive, ta Marguerite te restera —le respondía ella entre carcajadas—. Es que Dumas suena terrible en alemán.

Mamá ya no sale a ninguna parte.

—Demasiadas vidrieras rotas —es su pretexto desde el terrible pogromo de noviembre.

Aquel día papá se quedó sin trabajo. Lo detuvieron en su oficina, se lo llevaron a la estación de la Grolmanstrasse, incomunicado por un delito que nunca entendimos. Allí compartió una celda sin ventanas con Herr Martin, el papá de Leo. Ahora se reúne con él a diario y mamá se preocupa aún más, como si estuvieran tramando una huida para la que ella aún no está lista.

En realidad, es el miedo lo que no le permite abandonar la que suponía su impenetrable fortaleza. Vive en un constante sobresalto. Antes visitaba el elegante salón del Hotel Kaiserhof, unas cuadras al sur, pero ahora lo frecuentan los que nos odian, los que se creen puros, aquellos a quienes Leo llama Ogros.

En una época, ella se vanagloriaba de Berlín. Si iba de compras a París, siempre se alojaba en el Ritz; y si acompañaba a papá a una conferencia o a un concierto en Viena, en el Imperial.

—Pero nosotros tenemos el Adlon, nuestro Gran Hotel en la Unter den Linden. La Divina se hospedó allí y lo inmortalizó en el cine.

Ahora, se asoma a la ventana e intenta encontrar una explicación a lo que le sucede. Dónde quedaron sus años felices. A qué ha sido condenada, y por qué. Siente que paga culpas de otros: de sus padres, de sus abuelos, de cada uno de sus ancestros por los siglos de los siglos.

—Soy alemana, Hannah. Soy una Strauss. Soy Alma Strauss. ¿Acaso no es suficiente, Hannah? —y me lo repite un día en alemán, otro en español, otro en inglés, otro en francés. Como si alguien la estuviera escuchando, como para que quedara bien claro su mensaje en cada uno de los idiomas que conoce a la perfección.

Quedé en encontrarme con Leo para ir a tomar fotografías. Nos citamos todas las tardes en el café de Frau Falkenhorst, en el patio interior del Hackesche Höfe. Siempre que nos ve, la dueña nos llama “bandidos” con una sonrisa, y eso nos gusta. Si uno de los dos tarda más de la cuenta, el primero en llegar ordena un chocolate caliente.

A veces nos citamos en el café de la salida de la estación Alexanderplatz, con estantes llenos de bombones envueltos en papel plateado. Cuando necesita verme con urgencia, Leo me espera en el puesto de periódicos cercano a mi edificio para evitar tropezarse con alguno de nuestros vecinos que, a pesar de ser también nuestros inquilinos, nos evitan.

Para no contradecir a los adultos, renuncio a las escaleras alfombradas cada vez más llenas de polvo y tomo el elevador, que se detiene en el tercer piso.

—Hola, Frau Hofmeister —digo, y le sonrío a Gretel, con quien he jugado toda la vida. Gretel está triste, hace poco perdió a su cachorro, blanco y hermoso. Qué pena me da.

Tenemos la misma edad, pero yo soy mucho más alta. La niña baja la mirada y Frau Hofmeister se atreve a decirle:

—Vamos por la escalera. ¿Cuándo se van a ir? Nos ponen a todos en una situación tan embarazosa…

Como si yo no escuchara, como si solo mi sombra estuviera encerrada en el elevador. Como si no existiera. Es lo que ella quiere, que no exista.

Los Dittmar, los Hartmann, los Brauer y los Schultes viven en nuestro edificio. Nosotros se lo alquilamos. Le pertenece a mamá desde antes que naciera. Son ellos los que tendrían que irse. No son de aquí. Nosotros sí. Somos más alemanes que ellos.

La puerta del elevador se cierra, comienza a bajar y veo aún los pies de Gretel.

—Gente sucia —escucho.

¿Entendí bien? Papá, quisiera saber qué hicieron ustedes para que tenga yo que cargar con esto. ¿Qué crimen cometimos? No estoy sucia, no quiero que me vean sucia. Salgo del elevador y me escondo debajo de la escalera para no encontrarme de nuevo con ellas.

Las veo salir, Gretel aún va cabizbaja. Mira hacia atrás, me busca, quizás quiere pedirme disculpas, pero su madre la empuja.

—¿Qué miras? —le grita.

De vuelta a casa, corro por las escaleras, haciendo ruido y llorando. Sí, llorando de rabia, de impotencia, de no poder decirle a Frau Hofmeister que ella está más sucia que yo. Si le molestamos, que se vaya del edificio, que es nuestro edificio. Quiero dar golpes contra las paredes, romper la valiosa cámara que papá me regaló. Entro a la casa y mamá no entiende por qué estoy furiosa.

—¡Hannah! ¡Hannah! —me llama, pero prefiero ignorarla.

Entro al baño frío, doy un portazo y abro la ducha. Sigo llorando; o más bien quiero dejar de llorar y no puedo. Me meto con ropa y zapatos en la bañera esmaltada de blanco impecable, y mamá no cesa de llamarme hasta que finalmente me deja en paz. Solo oigo el ruido del agua casi hirviente caer sobre mí y dejo que penetre en mis ojos hasta hacerlos arder, en mis oídos, en mi nariz, en mi boca.

Comienzo a quitarme la ropa y los zapatos, ahora más pesados por el agua y por mi suciedad. Me enjabono, me unto las perfumadas sales de baño de mamá que me irritan la piel y comienzo a frotarme con una toalla blanca para quitarme el más mínimo rastro de impureza. Mi piel está roja, tan roja como si la fuera a perder. Pongo el agua más caliente aún, hasta que no resisto y al salir, me desplomo en el suelo de baldosas frías, blancas y negras.

Por suerte se me agotaron las lágrimas. Me seco, maltratando esta piel que no deseo y que ojalá comience a mudar después del calor al que la he sometido.

Frente al espejo nublado reviso cada poro: la cara, las manos, los pies, las orejas, todo, para ver si queda algún vestigio de impureza. Quisiera saber ahora quién es la que está sucia.

Me escondo, temblorosa, en una esquina. Me reduzco, me siento como un rollo de carne y hueso. Es ese el único refugio que encuentro. Al final, sé que por mucho que me bañe, que me queme la piel, me corte el cabello, me saque los ojos, me quede sorda, me vista, hable o me llame diferente, siempre me verán sucia.

No sería mala idea llamar a la puerta de la distinguida Frau Hofmeister, le diré que me revise, que vea que no tengo ni una minúscula mancha en la piel, que no es necesario que aleje a Gretel de mí, que no soy una mala influencia para su niña, tan rubia, perfecta e inmaculada como yo.

Voy a mi cuarto y me visto de blanco y rosa, lo más puro que encuentro en mi armario. Busco a mamá y la abrazo porque sé que ella me entiende, pero ella se queda en casa, sin confrontar a nadie. Ha creado una coraza en su habitación, protegida a su vez por las gruesas columnas del apartamento, dentro de un edificio de enormes bloques y ventanas dobles.

Tengo que apurarme. Leo ya debe estar en la estación, yendo de un lugar a otro, saltando, esquivando a quienes corren para no perder el tren.

Al menos, sé que él me ve limpia.

Most helpful customer reviews

7 of 7 people found the following review helpful.
"Nos rechazaban en cada continente"
By Sara Andrea
Desde muy pequeña me propuse leer y mirar todo lo relacionado con el Holocausto. Sin embargo, hasta hace poco nunca había escuchado sobre el St. Louis y sus pasajeros judíos rechazados. ¿Cómo es posible?

"La niña alemana" cuenta una historia que muchos trataron de barrer debajo de la alfombra porque apunta a la culpa compartida de quienes no hicieron nada. Cuba, los Estados Unidos, Canadá. Todos rechazaron a los refugiados del St. Louis. Muchos otros países les negaron visas a los miles, millones de hombres, mujeres y niños que trataban de escapar a la persecución y a una muerte segura. Los dejamos morir.

La belleza de este fascinante libro de Armando Lucas Correa es que conocemos la historia del St. Louis a través de la joven Hannah Rosenthal y, muchos años después, su sobrina nieta Anna. Caminamos por las calles de un Berlín dominado por los Nazi, correteamos junto a ella y su mejor amigo Leo mientras ven que el mundo que conocen y aman se derrumba a su alrededor, sentimos su miedo. Y nos preguntamos quienes fueron las peores víctimas, los que murieron o quienes sobrevivieron.

Los 937 pasajeros del St. Louis podrían ser sólo un número. En "La niña alemana" finalmente tienen una voz. Hannah es su voz. Sus sueños son los de ellos, sus sufrimientos son los de ellos.

Haz este viaje con ella. Deambula por las calles de su infancia, zarpa a Cuba, vive con ella y sus recuerdos y sus fantasmas. Conoce a la niña alemana y trata de no llorar. Te desafío.

2 of 2 people found the following review helpful.
Needs to be proofread better -- there were typos and words that were hyphenated ...
By Leslie Tabarez
Needs to be proofread better -- there were typos and words that were hyphenated in the middle of a line for no reason. Very interesting story, but sad. I felt a contrast between the hopelessness and sense of doom Hannah and her mother felt and their intelligence and financial stability that might have allowed them to fulfill that dream of making it to the US. Most of the characters were clearly and well defined, but something was lacking as to the description of Hannah's brother, Gustav, and his son, Louis. How did it affect Gustav to marry another Jewish woman, whose family situation was similar to his, and how were they affected by the Cuban Revolution in such a different way than Hannah and her mother? How did Hannah and her mother manage to keep the house after the Revolution, and live without working? How did living in Cuba affect their personalities after living in Berlin and why didn't they ever make it to NY? What were the repercussions for Captain Gustav and the crew of the Saint Louis for being kind and humane to their Jewish passengers? What was the rest of his life like? So many questions, which may some day be answered in a sequel. I couldn't put the book down while reading it.

5 of 5 people found the following review helpful.
Simplemente espectacular, me cautivó desde el principio,reí, lloré y viví con sus personajes a demás aprendí de la tragedia del
By luna
Espectacular ,sencillo,directo y emocionante, te transporta de la risa al llanto e invita a la reflexión ,recorrí las calles de mi barrio

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